miércoles, 22 de agosto de 2012

Sin respiro

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 Santiago

 

Sin respiro


 Por Jack Fuchs *

En agosto de 1945 yo me encontraba en el hospital de Baviera, recuperándome de los años del ghetto y de las marcas de Auschwitz. Habían pasado tres meses solamente del fin de la guerra en Europa. Allí fue donde me enteré del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. En ese momento el mundo todavía estaba haciendo el horroroso balance de lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy, transcurridos ya 67 años, vuelvo a pensar los hechos y me digo, con gran dolor, que el balance de estos años es también espantoso. Los conflictos entre naciones y las guerras civiles que se vienen sucediendo alrededor del mundo no dan respiro alguno.
Hasta hoy en día se sigue discutiendo si realmente fue necesario arrojar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Lo mismo ocurre con el bombardeo de Dresde en febrero del ’45, donde murió casi la misma cantidad de personas que en Hiroshima. En Varsovia, en 1944, en vísperas de la caída del nazismo, hubo una fallida insurrección que le costó la vida a la mayoría de sus habitantes –más de 200.000 personas–, además de la destrucción de toda la ciudad. El fracaso fue estrepitoso, pero una serie de maniobras, compromisos y responsabilidades políticas del frente aliado por un lado y de las fuerzas soviéticas por otro dejó en el olvido este episodio sangriento. Los medios y los especialistas no le dieron jamás ninguna relevancia histórica. Este evento no desató cuestionamientos.
Es interesante cómo algunos hechos provocan reacciones y otros no. Hiroshima no puede ser aislada de la catástrofe general, de la destrucción provocada durante los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial. Entiendo que para las actuales generaciones es imposible imaginarse tanto Auschwitz como Hiroshima y de allí surge la necesidad de concentrar todo el horror en esos dos nombres: Auschwitz e Hiroshima.
Muchos escritores e historiadores han llamado al siglo veinte un siglo bestial. Creo que ha sido un siglo humano, como lo es este siglo veintiuno. Humano por la simple razón de que somos nosotros los responsables de esta imposibilidad de convivir, de la necesidad de destruirnos los unos a los otros, justificando nuestros crímenes con ideologías que nos permiten soportarlos. Cuando éstas no nos dejan tranquilizarnos inventamos otras. De la misma manera que inventamos enemigos, algunas veces internos y otras externos.
Las justificaciones nunca faltan, forman parte del mecanismo que parece tranquilizarnos de alguna manera frente a nuestra propia incoherencia y autodestrucción.
En algunas oportunidades se culpa de los males al dinero y por lo tanto se debe eliminar el dinero. Se culpa a una raza, es necesario entonces eliminarla. Se culpa a las religiones, éstas deben ser perseguidas. Y así la lista puede ser interminable. Pero en este modo de culpar se oculta, se encubre, lo que está por detrás de las guerras. Lo que en general no se ve, quizá porque es mucho más escandaloso admitirlo, es que en el fondo no se trata ni del petróleo ni del dominio político militar, sino de la necesidad humana de matar.
Nadie interroga frontalmente, a esta altura, la frecuencia con que entre los hombres se hace presente una fuerza que los conduce al crimen masivo de la guerra. Es difícil aceptar que los hombres quieren matar por matar. La lucha por los bienes, los conflictos territoriales y las ideologías son construcciones, excusas que en la superficie ocultan el sentido primario de la guerra: dar una forma lógica y racional a una voluntad oscura e inconfesable.
Desde 1945, la bomba nuclear que produjo un rechazo unánime no volvió a usarse. Ninguna ciudad volvió a sufrir sus efectos devastadores. Reconozco que puede parecer ingenuo, pero suelo preguntarme a veces si el genocidio brutal de los armenios entre 1915 y 1923 habría impactado del mismo modo en que lo hizo Hiroshima, si el crimen de masas, la liquidación de judíos, por el hecho de ser judíos, hubiera tenido alguna mayor resistencia. Reconozco que yo no puedo ser objetivo, no puedo aislar una catástrofe de otra. Dejo ese trabajo difícil a los analistas, historiadores y filósofos que pueden tomar distancia y estudiar estos fenómenos. Yo, de alguna manera, formé parte de ello.
Por último, me animo a decir que el siglo veintiuno, más allá de las diferencias que puedan encontrarse con el anterior, parece estar orientado por la misma fuerza destructiva.


* Escritor, pedagogo. Sobreviviente de Auschwitz.

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