Santiago
Reportaje a JOSEPH STIGLITZ,
Premio Nobel de Economía
Sol Alameda (El País) - Julio de 2002
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Es un crítico excepcional de las instituciones financieras porque las conoce por adentro: trabajó en el FMI, en el gobierno de Clinton y en el Banco Mundial. En su último libro, y en este reportaje, pinta un panorama de soberbia, dogmatismo y ceguera ante el sufrimiento ajeno que explica por qué persisten en el error. Y también habla de la defensa a ultranza de los intereses económicos financieros y de las multinacionales.
-Su libro "El malestar en la globalización" está dedicado a sus padres. Dice que le enseñaron a preocuparse y a razonar. ¿A preocuparse por qué?
-Por los demás. Cuando uno es joven, normalmente habla con sus padres de lo
que quiere ser cuando crezca. Mis padres siempre me insistieron en que no
pensara en el dinero -cosa que resulta irónica para un economista-, que
pensara en aprender, en adquirir conocimientos y servir a los demás.
-¿Ese es el motivo por el que estudió economía?
-Me fascinaba la idea de intentar comprender el funcionamiento de los
sistemas económicos, sí. Pero, además, yo crecí en una ciudad llamada Gary,
en Indiana, en la que había mucha pobreza, mucha discriminación y
desocupados. Pronto se me hizo evidente que algo no marchaba bien en el
sistema económico. Yo quería comprender por qué las cosas funcionaban como
lo hacían, y descubrir qué se podía hacer para que funcionaran mejor. Y por
eso, aunque estudié física en el primer ciclo de universidad, luego decidí
que quería utilizar mis conocimientos matemáticos y mis facultades
analíticas para estudiar los problemas sociales.
-¿Ese impulso también fue lo que lo llevó a desear, años después, pasar de la teoría a poner en práctica sus ideas, a incorporarse al consejo de asesores económicos de Clinton?
-Sí. Antes me había dedicado a dos vías de investigación. Una era la teoría
económica fundamental, la economía de la información y una nueva reflexión
sobre los fundamentos de la economía, con el reconocimiento de que existen
imperfecciones en la información. La segunda vía, en la que trabajé mucho,
era la economía del sector público. Escribí un manual de economía pública.
Me parecía que la labor del sector público era importante para alcanzar
objetivos sociales más amplios. Cuando me uní a la administración de Clinton
lo hice con la idea de aplicar algunas de las ideas que había desarrollado.
-En su libro habla de su deseo de reinventar la Administración, de hacerla más sensible y eficiente. "Sabía que el Estado no iba a remediar todos los males del mercado -dice-, y no era tan bobo para creer que los mercados resolvían por sí los problemas sociales."
-En cierto modo, era la misma perspectiva que tenía el presidente Clinton,
aunque él careciera de una formación en teoría económica. Aquello se
convirtió en la filosofía de su gobierno, esta vía intermedia entre los
extremos del libre mercado y un exceso de regulación.
-Usted pone en entredicho el modelo de economía de mercado a ultranza. Como Keynes, piensa que el Estado debe estar presente e intervenir en ciertos sectores y decisiones.
-Es más que eso. Uno de los principales resultados de la labor que hice en
investigación teórica sobre economía de la información fue la demostración
de que una de las razones de que esa mano invisible que mueve las cosas
fuera invisible, era porque no estaba ahí. Que en realidad no hay ninguna
mano. En otras palabras, por detrás de la concepción fundamentalista del
mercado está el supuesto de información perfecta con mercados completos, y
ésa es una tesis que no tiene sentido en los países desarrollados. Y aún
menos en los menos desarrollados.
-Dice usted que, cuando llegó a la Administración de Clinton, le sorprendió ver que tanto en la Casa Blanca como en el Fondo se tomaban a veces decisiones basadas en criterios ideológicos y políticos, en vez de atender criterios económicos.
-En cierto sentido, no me sorprendió que ocurriera en la Casa Blanca. Pero
lo que me pareció especialmente inquietante fue que la ideología y la
política tuvieran un papel tan importante en las instituciones económicas
internacionales, en las cuales se suponía que estaban presentes
profesionales de la economía. Por ejemplo, la investigación nos había
demostrado que la liberalización de los mercados de capitales produciría más
inestabilidad, pero no más crecimiento económico. Lo sabíamos, la ciencia
económica no lo recomendaba, y, sin embargo, el FMI seguía promoviendo esa
liberalización. Sus motivos para hacerlo eran ideológicos y políticos,
actuaban de acuerdo con los intereses de los mercados financieros. A través
de la presión que dichos mercados ejercían en el Tesoro de Estados Unidos, y
de la presión que el Tesoro ejercía en el FMI.
-Cuando se llega al final de su libro, el lector se puede hacer una pregunta: ¿Quién decide lo que ocurre en el mundo, con la economía de los países, con la riqueza y la pobreza de los millones de personas?
-Una de las cosas para las que me ha servido la experiencia de estar en el
gobierno y el Banco Mundial es saber que no hay una persona única que tome
las decisiones. Es un proceso complejo en el que entran muchas fuerzas. Ni
siquiera el propio presidente de Estados Unidos toma la mayor parte de las
decisiones. Tampoco él tiene la información necesaria. Serían demasiadas
decisiones para él, y hay que tener en cuenta la información que recibe.
Porque los distintos grupos intentan controlar la información que llega
hasta el presidente.
-Pero alguien, algunos, están a la cabeza de la toma de decisiones. ¿Cómo se hace, quiénes lo hacen?
-En el libro intento dejar claro el papel fundamental de los intereses
creados: los financieros, los de las grandes empresas. Pero también insisto
en que hay otros casos muy importantes en los que también entran en juego
otras fuerzas. Por ejemplo, el movimiento Jubileo 2000 tuvo mucha influencia
en el alivio de la deuda. El FMI se resistía, pero la sociedad civil tenía
tanta fuerza que venció esos intereses. Dentro del propio Banco Mundial, por
ejemplo, hay muchos economistas que están preocupados por la pobreza o el
medio ambiente. De forma que esas cuestiones también se plantean. Y ésa es
una de las razones por las que los debates en el Banco están más
equilibrados que en el FMI.
-¿Es el FMI el que diseña las políticas?
-Diseña sobre todo las políticas macroeconómicas y las del sector
financiero. Por desgracia, es frecuente que, para que un país obtenga ayuda
de la UE o del Banco Mundial, el FMI tenga que aprobarlo. Así que, en ese
sentido, tiene un poder desproporcionado. Hay pocos casos en los que no haya
sido así. Una de esas ocasiones la cuento en el libro, cuando el Fondo anuló
el programa de Etiopía, pero el Banco Mundial reconoció que sus políticas
económicas eran las acertadas y triplicó su préstamo. Pero es muy difícil
conseguirlo, y ocurre muy pocas veces.
-El Tesoro y el FMI, en las crisis de los países en desarrollo, tomaron medidas y dieron recetas que no resolvían los problemas, pero encajaban con los intereses o la ideología de los poderosos. ¿Qué significa esto desde el punto de vista moral?
-Quiere decir que se aprovechaban de la situación del país en crisis para
promover su ideología y sus intereses. Por ejemplo, en la crisis de Corea
del Sur, dijeron al gobierno coreano que, si quería dinero, tenía que hacer
una serie de cosas, como cambiar las prioridades del banco central. Resulta
que en Estados Unidos, su banco central, que es la Reserva Federal, se
preocupa por la inflación, el empleo y el crecimiento, y que los
norteamericanos creen firmemente que debe preocuparse más por el empleo y el
crecimiento, y no tanto por la inflación. Pues bien, en Corea, donde no
tenían ningún problema de inflación, no les dieron alternativa; les dijeron
que tenían que centrarse en la inflación, y olvidarse del empleo y el
crecimiento. Otro ejemplo: Corea había aceptado abrir sus mercados a
productos procedentes de otros países con un calendario determinado, pero se
les obligó a abrirlos a mucha más velocidad. Y, por supuesto, un período de
recesión es el peor momento para hacerlo, porque puede empeorar la situación
mucho más. Se suponía que el FMI debía ayudar a mejorar la crisis, no
agudizarla. Fue un puro ejercicio de poder.
-¿Cuántas veces pasa eso, cuál es el porcentaje?
-Por lo menos el 50 por ciento de las veces. El problema es que, en muchas
ocasiones, la situación no es ni blanca ni negra. Por ejemplo, Etiopía fue
un caso extraordinario. Su política macroeconómica era sobresaliente, y sin
embargo el FMI le dio un suspenso. ¿Por qué? Quería ejercer su poder. Ahora
bien, la mayoría de las veces, las cosas no son tan claras. El país tiene
una política no tan buena, y cuando el FMI no la aprueba no es tan fácil
defenderla ni acusar al Fondo de injusticia ni valorar el efecto que las
políticas del Fondo pueden llegar a tener.
-Algunos jefes de gobierno le han contado, entristecidos, que, a pesar de que las recetas del FMI eran malas para ellos, no podían negarse. Como si estuvieran sometidos a un gendarme internacional.
-Tenían miedo de que, si no estaban de acuerdo con el FMI, éste les
suspendería. Y entonces, no solamente no recibirían el dinero que les iba a
dar el Fondo, sino que tampoco recibirían el del Banco Mundial ni el de la
UE. Y que, debido a esas malas notas, también les sería muy difícil
conseguir dinero de inversores privados. Pero además tenían miedo de que el
mero hecho de hablar con franqueza diera los mismos resultados, que el FMI
pensara que se le estaban enfrentando, contestando de mala manera, y que el
Fondo los castigara, se vengara de ellos. Es decir, tenían la impresión de
que ni siquiera podían mantener un debate sincero.
-¿Es tal como lo cuenta, que el Fondo llega a un país, pasa cuatro días, les exige cumplir una receta, que es la misma en todos los casos, y se va? Y luego dicen que los políticos son corruptos.
-Ellos ponen una serie de condiciones... Por ejemplo, que el Parlamento de
ese país tiene que aprobar determinada ley en un plazo de 30 días, y otra
ley en un plazo de 60 días. Pero, claro, todo el que ha participado en
procesos democráticos sabe que no se puede reformar un sistema de Seguridad
Social o de pensiones en 30 días. Que hacen falta meses e incluso años de
discusiones para alcanzar un consenso social.
-¿Subsiste un cierto desprecio, racismo, y una continuación del viejo colonialismo, en esa manera de tratar a los países en desarrollo?
-En el siglo XIX, cuando México no pudo pagar su deuda, los ejércitos
británico y francés desembarcaron. Por suerte, hoy no se hace eso.
-¿Cómo se hace?
-Hoy, el país se enfrenta a una crisis y el FMI le dice que, si quiere más
dinero, tiene que hacer tal cosa. Hay una fotografía muy significativa, en
la que Michel Camdessus (anterior responsable del FMI) está sentado así,
mirando por encima del hombro al presidente de Indonesia, mientras éste
firma la cesión de la soberanía económica. Hay incluso una farsa permanente,
que consiste en que el país redacta una carta de intención, en la que
detalla lo que piensa hacer, y la envía al FMI; pero es el FMI el que le ha
dicho previamente lo que tiene que escribir. Se lo han dictado.
-¿Podría contarnos cómo funciona el FMI? ¿Cómo se deciden las conclusiones que darán lugar a sus políticas económicas?
-En el FMI no hay más que un país que tenga el derecho de veto: Estados Unidos.
-¿Y el resto de los países, qué papel tienen?
-Una de las cosas más curiosas que ocurren es que, a menudo, el
representante de un país en el FMI es muy distinto al representante de ese
mismo país en el Banco Mundial. Si se oyen las discusiones del representante
estadounidense en un organismo y el representante en el otro, no parece que
pertenezcan al mismo país. Por ejemplo, la representante de Estados Unidos
en el Banco Mundial fue una mujer muy activa, que había sido compañera de
habitación de Hillary Clinton en la Universidad, había estado al mando del
personal de la Casa Blanca y había trabajado en un banco norteamericano,
Chicago South Shore, que concedía microcréditos en los guetos de Chicago.
Por tanto, dentro del Banco Mundial estuvo siempre muy interesada por el
desarrollo y pudo resistirse a las presiones del Tesoro. Porque a veces se
puede resistir. Mientras tanto, el representante estadounidense en el FMI
era partidario de esa cultura de línea dura que existe en el Fondo, que
consiste en hablar de que el país en cuestión tiene que hacerse a la idea de
pasarla mal, tiene que centrarse en la lucha contra la inflación... Una
línea que, hablando del papel que desempeñan el resto de los países socios
del Fondo, muchas veces acaban asumiendo las personas que acuden a esas
reuniones, por mucho que su punto de partida fuera otro totalmente distinto.
En cambio, en el Banco suelen estar más preocupados por el desarrollo. Creo
que es muy importante que los demás países empiecen a alzar su voz. En el
Banco hay varios que han asumido firmes posturas en defensa del desarrollo y
se interesan enormemente por los problemas relacionados con la pobreza. De
tal forma que sirven de contrapeso a las posturas de Estados Unidos.
-Quienes representan a los países en las reuniones del Fondo son los ministros de Economía. Usted sostiene que en muchas ocasiones esos ministros están ligados a los grandes bancos y las grandes industrias.
-Sí. Un ejemplo es el secretario del Tesoro, que procedía de Goldman Sachs y
después fue a trabajar a Citibank. El número dos del FMI procedía de la
Universidad, y cuando se fue, pasó a ser número dos de ese secretario del
Tesoro en ese mismo banco. Desde fuera, podría parecer que fue una
recompensa por cumplir órdenes. Yo no digo que fuera así, pero no tiene muy
buen aspecto.
-Añade usted que esos ministros que van al Fondo también van a defender los intereses de las grandes empresas de cada uno de esos países.
-Sí. En el caso de Estados Unidos se ha visto de forma clarísima.
-Se llega a la conclusión de que estamos en manos de las grandes multinacionales.
-Yo intento decir que también hay otras fuerzas que intervienen... Pero hay
una cosa curiosa, y es que cuando las autoridades del Fondo están tomando
estas decisiones, ellos no tienen la impresión de estar actuando para
favorecer a las grandes empresas. Ellos ven el mundo a través de otra
perspectiva, de otros ojos. Ven las cosas a través de la ideología, y, si se
les dice algo al respecto, negarán estar defendiendo los intereses de las
grandes empresas. Dirán que todo lo hacen en interés de los países en vías
de desarrollo. Afirmarán que, esos países hacen lo que les han dicho, se
verá que ésas son las mejores políticas posibles para ellos.
-Lo siguen diciendo, a pesar de que esas políticas han fracasado muchas veces. ¿Son unos hipócritas?
-El caso es que pueden tener razón en algunas de las cosas que dicen... Por
ejemplo, si un país gasta mucho más de lo que ingresa, es evidente que
acabará teniendo problemas. Pero lo más curioso es que, como es natural, a
los bancos les interesa conceder préstamos, y lo que deberían decir a esos
países es que, incluso si no piden más que un préstamo limitado, los bancos
son muy volubles, y pueden estar dispuestos a prestar dinero en un momento
en el que el país no lo necesita tanto, y, en cambio, cuando de verdad lo
necesite, le van a exigir que se lo devuelva, y con intereses muy elevados.
Pero nadie advierte a esos países que hay que ser muy cuidadosos con los
préstamos. Los bancos promueven cosas como la liberalización de los mercados
de capitales, pese a que todas las pruebas indican que es perjudicial para
los países. Pero ellos creen que es beneficioso para los países en cuestión,
tienen su opinión formada, y no quieren fijarse en las pruebas. No quieren
ver las estadísticas. En el caso de la crisis de los países asiáticos, quise
abrir un debate sobre el impacto que podían tener esas políticas en cada
país, pero el FMI se negó a sostener ninguna discusión en público. Y yo
dije: "Pero estamos hablando de instituciones democráticas en las que se
supone que debe existir una política de transparencia". Pero no hubo nada
que hacer.
-¿Por eso ha escrito el libro?
-En parte ha sido por eso. Creo que es importante que la gente de fuera
pueda saber lo que ocurre dentro de esas instituciones. A ellos les gusta
dar la impresión de que son la autoridad suprema y siempre toman las
decisiones acertadas, pero me parece que éste es un buen momento para que la
gente se entere de lo que ocurre. Con el fracaso en la Argentina, los
fracasos de Brasil y Rusia, la gente es más consciente de que las cosas no
van tan bien como ellos dicen. Es importante constatar que no se trata de
fracasos aislados. El FMI encuentra siempre alguna excusa para justificar el
fracaso; el país hizo tal cosa o no hizo todo lo que le decían; si no
hubiera sido por el Fondo, la situación habría empeorado todavía más...
Incluso cuando reconocen que han cometido un error, como en el caso de la
excesiva contracción de la política fiscal en el este de Asia, nunca se
preguntan por qué lo han cometido. Es como si hubiera sido un accidente. No
se plantean que pueda ser algo sistemático, que se trate de una falla del
modelo. A la siguiente ocasión, vuelven a cometer el mismo error.
-Lo alucinante es que todo eso cause tanta tristeza, pobreza y angustia a millones de personas y que el Fondo, aun viendo tantos fracasos para acabar con la crisis, se niegue a discutir lo que está haciendo.
-El problema es el modo en que miran las cosas, tienen una perspectiva muy
estrecha. Por ejemplo, en el Este asiático, cuando los tipos de cambio se
estabilizaron, pensaron que la crisis se había terminado, aunque la
desocupación seguía muy alta y los salarios muy bajos. Pero cuando los tipos
de cambio dejaron de caer, proclamaron la victoria.
-Pero ese empecinamiento en el error debe ocurrir porque el Fondo y el Tesoro americano sólo actúan de acuerdo con determinados intereses...
-Defendían intereses, sin duda. En el caso de la crisis asiática, su mayor
preocupación era garantizar la devolución del dinero a los grandes bancos
que habían hecho los préstamos. En el libro cuento que cuando propuse que
utilizaran la figura de la bancarrota, me contestaron que la bancarrota
sería profanar la santidad del contrato, sería como romper el contrato. No
les preocupaba el contrato social y no querían admitir que la bancarrota es
un elemento implícito de cualquier contrato de préstamo. Ya no se mete a la
gente en la cárcel por deudas. Al mismo tiempo, hay que reconocer que, si
bien defendían los intereses de los prestamistas -y en uno de los capítulos
del libro explico cómo se puede comprender lo que hace el FMI, poniéndose en
el lugar de los acreedores, y cómo entonces muchas cosas que no tenían
sentido pasan a tenerlo-, hay que reconocer que, cuando hacen las cosas,
ellos no piensan que están actuando por esa razón. Piensan que están
ayudando a ese país donde actúan.
-¿Ese modo de actuar nace de la política de Reagan y Thatcher en los años ochenta: de la doctrina del mercado como regulador supremo?
-Así es. Con Reagan tuvimos la liberalización del mercado financiero. Fue un
desastre. Tuvimos la crisis de las sociedades de ahorro y préstamos, que
costó varios miles de millones de dólares a los contribuyentes
estadounidenses. Yo digo en broma que Estados Unidos quiso compartir esa
experiencia con los países en vías de desarrollo, que no ha sido un acto
egoísta: quería que todos vieran por sí mismos las consecuencias de la
liberalización, para que ellos también tuvieran una crisis. Ja, ja. Pero es
muy llamativo que un país como Estados Unidos que estaba sufriendo las
consecuencias de la liberalización le dijera a otros países que también
liberalizaran sus mercados para que se encontraran con el mismo desastre. Me
parece incomprensible.
-¿Por qué se consolida esa situación?
-Es la continuación de los tres factores: perspectiva, ideología e
intereses. Por ejemplo, casi todos los economistas opinan que cuando hay una
recesión conviene tener una política fiscal de expansión. Es lo que
enseñamos en las clases de economía, en cualquier lugar del mundo. Cuando
Estados Unidos sufrió un bajón económico en 2001, tanto demócratas como
republicanos estuvieron de acuerdo en que hacía falta un estímulo. En
cambio, el FMI, cuando se encontró con una caída de la economía en
Latinoamérica hizo lo mismo que en el este de Asia y recomendó una política
de contracción.
-Lo que más me sorprende es que hasta los gobiernos socialistas han hecho lo que quería el Fondo, e incluso todo lo posible por convencernos a los ciudadanos de que ésa era la única posibilidad. Era un dogma.
-Eso es precisamente lo preocupante. Por ejemplo, el exceso de atención a la
inflación en sociedades y economías en las que la inflación no es un
problema, es un error. La primera responsabilidad de un gobierno es promover
el empleo y el crecimiento. Controlar la inflación es un instrumento para un
fin. La experiencia indica que, mientras la inflación sea baja o moderada,
no tiene efectos negativos. Centrarse de una manera tan obsesiva en la
inflación puede ser muy pernicioso
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